viernes, 13 de febrero de 2015

A pie descalzo


Ella sabía lo que quería y trabajaba en  esa dirección, agendaba cotidianamente sus actividades, por lo general dentro de un librillo de forro de cuero con espirales color rosa que denotaba su  exquisita feminidad,  feminidad necesaria y silvestre por lo demás. Buenos horarios, buen dormir.
El, nunca supo de planes ni objetivos ni horarios, buena memoria eso sí.
Ella, por esos días, asumía una mirada profunda e imaginativa. Cuando se dedicaba a espiarlo, sumaba gestos que mostraba una figura frágil y comprometida, compararla con la expresión de una bebe extendiendo los  brazos hacia su padre para que éste la tome, no dista de lo real ni peca de excelsa imaginaria.
 El, por las mañanas, contaba las nubes  y las clasificaba según sus formas, unas eran  redondas e intrínsecas (decía para sí), otras,  flacas tímidas, las demás  amorfas histriónicas, en fin;  por las tardes experimentaba formulas para mover las montañas, había escuchado alguna vez, tras los telones de un invierno infantil, que era posible.
Ella lo buscó por ciudades y océanos.
El, lejos de  buscar a alguien, acumulaba espejos.

Un día,  esos en que el destino marca con rojo en el calendario, se encontraron bajo el cielo azul inmenso, compartieron en extensas charlas,  lo suficiente como  para decidir entablar juntos un proyecto de dimes y diretes,  algo así como compañeros de viaje,  de un viaje desconocido, de  un largo viaje a pie, a pie descalzo.