Ella
sabía lo que quería y trabajaba en esa dirección,
agendaba cotidianamente sus actividades, por lo general dentro de un librillo
de forro de cuero con espirales color rosa que denotaba su exquisita feminidad, feminidad necesaria y silvestre por lo demás.
Buenos horarios, buen dormir.
El,
nunca supo de planes ni objetivos ni horarios, buena memoria eso sí.
Ella,
por esos días, asumía una mirada profunda e imaginativa. Cuando se dedicaba a
espiarlo, sumaba gestos que mostraba una figura frágil y comprometida,
compararla con la expresión de una bebe extendiendo los brazos hacia su padre
para que éste la tome, no dista de lo real ni peca de excelsa imaginaria.
El, por las mañanas, contaba las nubes y las clasificaba según sus formas, unas
eran redondas e intrínsecas (decía para
sí), otras, flacas tímidas, las
demás amorfas histriónicas, en fin; por las tardes experimentaba formulas para
mover las montañas, había escuchado alguna vez, tras los telones de un invierno
infantil, que era posible.
Ella
lo buscó por ciudades y océanos.
El,
lejos de buscar a alguien, acumulaba
espejos.
Un
día, esos en que el destino marca con
rojo en el calendario, se encontraron bajo el cielo azul inmenso, compartieron
en extensas charlas, lo suficiente como para decidir entablar juntos un proyecto de
dimes y diretes, algo así como
compañeros de viaje, de un viaje
desconocido, de un largo viaje a pie, a
pie descalzo.
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