Era
mi primer año como profesor, encontré trabajo en un colegio municipal de mi
cuidad para realizar un taller de fútbol. El colegio se ubica, y digo se ubica por que aún existe,
en la periferia de la cuidad, donde las calles tienen un aroma distinto a las
calles de cemento. El sector lo conocía, había trabajado ahí en un verano del
pasado haciendo un reemplazo en el correo, al cartero del sector, “cuartel once”
como se denomina en el ambiente de
encomiendas y estampillas. El establecimiento no era grande pero presentaba por
ese entonces bastante matrícula. Naturalmente el taller de fútbol era el más
asistido entre los diferentes talleres o actividades extra curriculares de
libre elección (me encanta eso de “actividades extra curriculares de libre
elección”, suena pulento)
Y
ahí estaba yo, con mi vocación intacta, con la ilusión y motivación de realizar
un excelente trabajo, con la convicción de incidir de manera sustantiva en
algún descarriado o mal enfocado púber, “el futbol mantiene motivado siempre a los
chiquillos, así que no tendré problemas, es más, será una excelente herramienta
pedagógica” me decía mientras pedaleaba y pedaleaba camino a mi primer destino
profesional.
Eran
las 15:30 horas y un día de Abril, el
calor se pronunciaba como lo suele hacer a esas alturas del año, más si estas
entrando a un colegio municipal. Me presentó ante los participantes del taller
el director del colegio. “se callan todos” dijo, con voz de director avezado. “les presento al
profesor que les va hacer las clases de futbol” dijo con un tono menos avezado.
Luego, giro la mirada y me dijo “profesor: cualquier problema que tenga con
algún niño, me lo comunica y lo ELIMINAMOS INMEDIATAMENTE del taller”, si claro
le dije, “pero no creo que den problemas” le respondí, me miro con cara de
director avezado nuevamente, luego se retiró a su oficina, eso creo. Me
presenté y pase la asistencia. Es importante tener la asistencia en estos tipos
de talleres y más importante es que ésta sea contundente, hay un mínimo de
chiquillos por taller que se exige, de lo contrario, los que articulan y
gestionan estos talleres - desde la corporación municipal de educación- se ven en la obligación de darlo por concluido,
claro, económicamente no se justificaría. Ese día, el primer día del taller y
el primer día de mi ejercicio profesional, la asistencia llego
a 25 participantes, que fluctuaban entre los cursos de 5°to a 8°vo básico…”hola tío yo soy el Carechala,
dígame así no más, todos me dicen así, hasta en mi casa, la dura…” Pensé que
los demás se iban a reír, pero no. “…yo no soy tan bueno pá la pelota como mis
compañeros, pero igual no ma poh, prefiero estar acá que llegar temprano pa mi
casa, la pulenta”, me dijo el Carechala.
La cancha de fútbol como tal no era de fútbol, no creo que exista un colegio
municipal en Chile que tenga cancha de fútbol, así que la multicancha de
cemento, llena de tierra y con las líneas mal marcadas y por segmentos
invisibles, no era un mal escenario. Rápidamente capté a los alumnos más
avenjados con la de cuero, e hicimos 5
equipos. Fue el primer campeonato que organicé. Estupendo.
La
segunda clases no fue muy distinta de la anterior, salvo por un hecho que me
pareció notable, aunque no lo noté, me lo hicieron notar. Habían trascurrido
algunos minutos, cuando se me acerca Mario, el “Caeza de Alcancía”, como le decían
sus compañeros, “tío me dice la hora porfa” me dijo en un tono natural, yo no
usaba reloj de pulsera, así que la hora y el cronometro me los daba el celular
que siempre llevaba en algún lugar de mi ropaje, meto mi mano derecha en respectivo
bolsillo, para responder a su demanda, y nada, reviso los otros bolsillos e
igual resultado, con cara de “no encuentro mi celu” lo miro, el Caeza de Alcancía
en un acto de astucia corrige su postura llevando los hombros hacia tras y con un cándido aspecto en su rostro asoma
un cuarto de sonrisa y me dice “ tío, tiene que estar más vio, acá todos los
cauros no son igual de legales que yo”…mete su mano en su bolsillo y me
devuelve mi celular, acto seguido, se pone a correr en busca de lo que rodaba
por los suelos. Me quede quieto sobre mis dos extremidades y en fracción de segundos pensé: “tengo que hacer algo,
reconvenirlo, no puede pasar por encima burlándose así, mejor hablo con el
director…” pero no hice nada, no fui capaz de reaccionar ante peculiar y
simpática manera de advertencia, o quizás simple broma. Fue mi primer conflicto
como pedagogo, y no hice absolutamente
nada, pero que iba hacer, solo me sacó el celular del bolsillo luego me lo
devolvió y a ese ejercicio sumó un consejo del tipo asesor “tío, tiene que
estar más vío…”
Pasaron
dos o tres semanas, las clases funcionaban, solo tenía que reconvenir las
siempre y comunes riñas literatas, saber manejar y sancionar las faltas descalificadoras sin balón, que
abundaban en algunos - el ejercicio de árbitro de pichanga no es una actividad
simpática ni simplona, en ocasiones tuve que ser carepalo y sancionar a varios,
una lata -. Hasta el día de hoy me cuesta sancionar a los estudiante, de alguna
manera entiendo sus comportamientos y arrebatos, pero la sanción es una “herramienta
axiomática hacia el aprendizaje y adquisición de valores y etcéteras”, puaj,
¡patrañas!. Admiro a esos colegas que la sanción les sale por los poros… tres
veces puaj.!!!
La cosa fue que me llamaron de la corporación
educacional (los grandes jefes) y me preguntaron si podía tomar otras horas de
taller de fútbol, en un ‘nuevo colegio’, el profesor titular había renunciado.
Naturalmente acepté con agrado, primer
año laboral como profesional y ya estaba en dos colegios, sentí que el destino
y yo avanzábamos juntos por primera vez.
Mi
medio de transporte seguía siendo la bicicleta, ahorraba bastante en
locomoción, la distancia de éstos colegios a mi casa es de varios minutos, así
que durante el pedaleo planificaba las
actividades que iba a realizar, un buen profesor no puede dejar nada al azar, la planificación de clases es y será el
mecanismo de obtención de logros y mejoras, aunque fuese para un taller de
futbol y aunque se planifique sobre una bicicleta. Puaj.!!!
Fue en un semáforo en rojo que se me prendió
la luz, pensé con natural convicción: “lo único que nos hace falta, a mí y mis
alumnos era un partido amistoso”. El partido de alguna manera estaba listo,
trabajaba en dos colegios, con niños de la misma edad y en la misma disciplina
deportiva. Solo quedaba gestionar con los directores y le dábamos. “Ningún
problema profesor, usted me entrega la nómina de alumnos, les mandamos la
autorización al apoderado para que la firme, sin ella el alumno no puede
participar, y listo” me dijo el director del colegio del Caeza de Alcancía. El
partido se realizó en el ‘nuevo colegio, ya que la multicancha presentaba mejores condiciones
que la otra, se notaban más la líneas.
Antes
de salir al esperado encuentro amistoso, el director nos reunió a todos en una
sala y mirando seriamente a los estudiantes futbolistas les dijo en un tono
persuasivo agresivo: “si alguno de
ustedes le da algún tipo de problemas al
profesor, inmediatamente queda fuera del taller de fútbol, les quedo claro”,
“si señor director” replicaron a coro, como un acto reflejo involuntario, de un
coro eclesiástico.
Nos
subimos al micro, en dirección al ‘nuevo colegio’, íbamos 10 jugadores que
seleccioné, más el Carechala, como ayudante aguatero. Fue especial la sensación
del trayecto, el micrero me miro con una sonrisa al subir y sumó las palabras
de “buenas tardes profesor”, la gente nos miraba y acoplaba cálidas sonrisas,
tanto a los chiquillos como a mí. Me da la impresión que hay una valoración,
por parte de la gente, cuando se topa con alumnos disfrazados de futbolistas y
acompañados de su profesor. El trayecto, que duro unos 10 minutos, fue de mi total agrado y me sentí orgulloso de mi
ejercicio profesional.
Comenzó
el partido y comenzó la tortura. Me vi expuesto a algo que no había previsto.
El árbitro del encuentro era yo, el profesor a cargo de ambos equipos también
era yo y eso me paso la cuenta. Todo partido de fútbol tiene el componente
competitivo, por más amistoso que fuese, más si son dos colegios de población,
eso ni se me había ocurrido. Comenzaron los encontrones, la pierna fuerte, las
malas miradas y las burlas, más aún si algún jugador hacia alguna maniobra que
denostara a su marcador. Vinieron los goles y las enrostradas en las
celebraciones. Yo temía por el desenlace del ‘juego’, así que pité fuerte y les
advertí: “haber chicos, este es un partido amistoso, la idea es que lo pasemos
bien en torno al juego, no que se burlen del rival, menos que se enfrenten a patadas
y puñetes, entendido”. No sé si se habrá notado en mi voz el nerviosismo que
sentía, de inmediato se escuchó desde una de las bancas “chaa, entonces cobre
bien poh tío, le cobra a ellos nomá”… Continúo el juego, el equipo del
Carechala ganaba tres a uno, aun en el
primer tiempo, cuando en una jugada notoriamente mal intencionada el Caeza de Alcancía
le pega una patada descalificadora a uno del otro equipo. Como por efecto
automático, aparece un alumno de la banca del ‘colegio nuevo’ y se transa a
patadas y puñetes con el Cabeza de Alcancía. Ahí se pudrió todo. Comenzó una batalla
campal, todos contra todos, yo separaba a unos pero por el otro lado habían cuatro
peleando y gritándose groserías. Aquella guerra de patadas y combos duro unos
cuarenta y cinco segundos, y no pude controlarla. Me sentí defraudado.
Aparecieron, por fortuna, dos paradocentes que hacían el aseo a esas horas de la tarde, a
separar a los avezados y agresivos ‘futbolistas’. Al fin, controlamos la
seguidilla de golpes que alcanzaron a proporcionarse, lo que no pudimos controlar (junto con los dos
paradocentes) fueron las amenazas que se
lanzaba de un lado para otro, amenazas con tintes delictuales que emanaban con
fluidez y naturalidad, “cuando te pille en la calle te amo a dar una zarza de
puñaladas gil y la con…” se gritaban, si ningún tipo de respeto por mí, ni
menos por el colegio en que nos encontrábamos.
Logré juntar a los diez más el Carechala para
retirarnos hacia nuestro establecimiento, sentía rabia y vergüenza, de alguna
manera fui el responsable de aquella sucia y negra jornada. La nada de experiencia
me pasó la cuenta y pagué el noviciado… nunca pensé que pasaría algo de esa
envergadura. Nervioso aún y con las pulsaciones aceleradas me subí al micro con
mis alumnos, ellos seguían hablando de lo sucedido, comentando las patadas y
los puñetes que propinaron a sus pares, la gente del bus escuchaba extrañada,
yo en silencio, cabizbajo, sin autoridad, lejos de ser el profesor ejemplar que
era en el viaje de ida, antes del partido de puñetes.
Lo que quedaba era contarle al director lo
sucedido y de alguna manera, reconocerle mi error de haber echo de doble profesor y arbitro a la vez. Recordé
la advertencia del director hacia los alumnos, “si alguno de ustedes le da
algún tipo de problemas al profesor,
inmediatamente queda fuera del taller de futbol…”, ¿y si cumple su palabra? me dije, quedaré sin
alumnos y quizás sin taller…pensé. Aquel episodio fue mi segundo conflicto como
pedagogo, y no es cuento.
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