Buscábamos el mejor
lugar para besarnos. Unas veces en las escaleras de cemento frente al estadio,
otras en la plaza de los loros frente al mar, donde tallé nuestros nombres en ese banco –años después pasé por ahí y recordé ese momento, no había ni
bancos ni menos nuestros nombres, y los loros no me reconocieron-. Ahí el aroma
marino nos abrazaba y bañaba con su esencia. Otras veces caminábamos por la
costanera en busca de esa plaza con escondites que favorecían lo ávido de
nuestras edades. La playa con sus arenas sucias nos prestó caricias en
incontables ocasiones. Pasamos tantas veces por ahí, que ya mirábamos con otros ojos al loco en su encierro,
en ese hospital desde donde nos gritaba que nos cuidáramos y que lo dejáramos
salir. Lo pasábamos bien. No sabíamos quiénes éramos. Todo paso rápido.
No sé porque me acordé de ese día. El recuerdo aflora siempre en el momento oportuno. Hoy me
reivindico con estas palabras.
Ese día no fuimos a comer al casino, ni a contaminar el
paisaje costero. Nos fuimos al cuarto o quinto piso, no recuerdo bien, y en uno
de eso pasillos, arropados juntos a los ventanales, nos dispusimos a comer. Quizás ese día yo haya
llevado las ensaladas y ella el plato de fondo. Parecíamos la pareja perfecta.
Nada es perfecto. Solo momentos como ese.
¿Ese que esta allá solo al fondo del pasillo es tu compañero?
Le pregunto con incredulidad. Había mucha luz ese día, y los ventanales no
tenían cortinas, así que le fue difícil reconocerlo ya que a esas horas el sol
encandilaba con su esplendor.
Sí, me parece que es El. Me responde débilmente.
El estaba apoyado en una mesa, al fondo del pasillo, con unos
libros sobre ella y con un cuaderno abierto, escribía y miraba desde el
ventanal. Su aspecto era apacible, quizás estuviese estudiando, pensamos. Nos despreocupamos
después de que ella revisó en su agenda por si no tuviese tareas o algo que
entregar en alguna signatura. Quedó con algunas dudas al ver a su compañero en
esa actitud de estudio.
De pronto y sin darnos cuenta lo tenemos de frente a nosotros
y nos dice: chiquillos, disculpen, les puedo leer algo. Naturalmente les
dijimos que sí.
No pensé en nada, ni
menos entendí lo que nos regaló. En esas palabras había algo de melódico. Nosotros
nos amábamos arrítmicos. Nunca más hablamos del asunto.
Se fue tal cual había llegado, en silencio. El poeta sabe
cómo llegar, nunca más lo vi. Hoy lo recuerdo en estos garabatos.
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