El
valor de la prueba
(Mención honrosa, concurso literario "Mi vida y mi trabajo, 2013)
¿Tení
la dos?
Sí,
espera…
Ya poh
hueón, me falta la dos, la seis y la
siete.
Si
hueón espera…
No me puedo sacar menos de un seis, pensaba para sí
y se mordía intensamente la puntilla de
su dedo anular, los nervios lo invadían completamente, había estudiado bastante
para el examen pero tenía antecedentes de quedar bloqueado ante situaciones similares.
Ya
poh hueón, empezaron a entregarla -mascullaba hacia Enzo, el compañero que
estaba justo detrás de él, mientras la profesora atendía unas dudas de otro compañero al otro
lado de la sala de clases-.
El
ambiente de la sala de clases denotaba cierta tensión, especialmente en
algunos. No todos los estudiantes dependían de esta nota para verificar si
pasaban de curso o no, o dicho de otro modo “pasar a la otra
etapa”, del periodo escolar (el extenso periodo escolar) al
universitario o al laboral o al pre universitario o directamente a un periodo
de desocupación. La situación de Miguel Penas era particular, necesitaba una
nota mínima, que no lo era tanto, para poder avanzar a la otra fase de la vida.
Es inimaginable el valor y significado que puede tener una prueba para algún
chiquillo, más en los últimos periodos del año escolar, para que hablar de las
pruebas de selección universitaria, uf: “intelectualmente tu no sirves para
esto u esto otro”, me da la impresión que es eso lo que nos indican estas pruebas
estandarizadas. Bueno, así no más.
Ya
había perdido un año cuando repitió el año antepasado, o dicho de otro modo, ganado
uno en el colegio, no quería seguir
ganando más años, además, necesitaba
salir de cuarto para ponerse a trabajar a tiempo completo. La PSU le daba lo
mismo, sabía que la universidad no era
lo suyo, una pérdida de tiempo pudiendo trabajar y ganar plata. En su casa las
cosas nunca anduvieron bien económicamente, el trabajo de su madre como
asesora de hogar permitía cubrir someramente las necesidades de la casa. La relación
con ella no era de la mejor, sus
personalidades siempre chocaban en discusiones ásperas sobre todo en lo que
refiere a los “puntos de vista”, ella siempre tenía la razón, no había forma de
contrariarla y cuando esto pasaba ella recurría a decir que le estaba faltado
el respeto, así no se podía, pensaba siempre Miguel. Sus hermanastros estaban creciendo y eso acrecentaba algunos gastos. Las lucas cuando
se mostraban siempre se mostraban escasas. De su padre solo sabía el nombre y
solo el primero… nunca mandó dinero. Así que terminando el colegio se pondría a trabajar con su tío, ya estaba
conversado, su tío Pacheco, su gran tío, el admirable, el referente, la imagen paterna que Miguel
necesariamente diseñó para sí cuando era
bastante niño. Se pondría a trabajar como ayudante en su mueblería, un oficio
que le gustaba de sobremanera, eso le permitiría la tan añorada independencia,
valerse por sí mismo, comprarse sus cosas, un amplificador de mejor calidad
para su guitarra eléctrica, ya que su viejo marshall no satisfacía las necesidades en cuanto a la
potencia del sonido, para el proyecto de
banda de rock que estaban emprendiendo junto a sus amigos. Además le pasaría
unas lucas mensuales a su madre, ella nunca le pediría plata, lo sabía, pero tendría
que aceptarlas no más, para el bien de los niños, claro está. Siempre
pensó en trabajar con sus manos, el olor
a aserrín, el poder crear y moldear a su antojo algún pedazo de madera, el
tallar y dar formas, pensaba mientras
esperaba que Enzo Paz le pasara en algún papel las respuestas; así habían
quedado de acuerdo en el recreo anterior.
De
pronto se ve volar del otro lado de la sala, del lado donde está colgado el
calendario -un calendario que presentaba caricaturas de todos los compañeros de
curso dibujado por Miguel Penas-, un papel arrugado en forma de pelota que cayó
a los pies de la profesora.
¿Quién
lanzó ese papel? Que entregue la prueba y salga de la sala ahora mismo,
sentenció irritada la profesora.
El
silencio se convirtió en risas. Nadie asumió.
Es el colmo, ni en una prueba pueden mantener
la seriedad, dijo un poco más calmada la profesora.
Las
risas siempre deberían ser a secas, sin ruido, un puro movimiento de labios y
se acabó, así son más autenticas y no
quedan sujetas a cuestionamientos ni subjetivismos, pensó Miguel. Él no se rió en ningún momento, de ninguna manera,
su situación no ameritaba ni risas ni sonrisas, es más, trató de aprovechar la
situación para apurar a Enzo con las respuestas. Estaba en eso cuando la profesora
observa algo sospechoso en Miguel, lo queda mirando y levantando sus grandes
cejas le dice a viva voz: ¿le pasa algo
señor Penas? cámbiese de puesto mejor será, venga a sentarse acá en mi puesto.
El rostro de Miguel Penas se desfiguró, se levantó de su puesto lentamente
mirando a Enzo, que a su vez, asustado,
guardaba el papel con las respuestas en
su bolsillo.
¿Cómo
chucha le paso el papel ahora? Pensó Enzo y con justa razón, ahora Miguel
estaba lejos y solo.
¿Pero
profe por qué me cambia de puesto?, no hice nada, interpeló Miguel a la
veterana.
Por
precaución señor Penas, ¿algún inconveniente…?
No,
ninguno, respondió con voz cortada Miguel.
Su
cara se había puesto completamente roja, la respiración se le aceleró,
sintió mucha rabia, rabia con la
profesora, rabia con Enzo, y sobretodo rabia consigo mismo. Se sentía tonto, había estudiado dos
días enteros para el maldito examen de Química
y no le valió de nada, estaba en blanco, los compañeros se levantaban
lentamente uno a uno y dejaban la prueba
dada vueltas sobre el banco que estaba justo al su lado, la veterana seguía de
pie ,cual cancerbera, la situación se visualizaba mal. Trató de girar para dar
con Enzo pero la profesora interpuso su fría mirada. Seguía rojo, se pasó la
manga del polerón por su frente mojada de sudor, pensó en su niñez, en la cancha,
en el juego “el 25” y lo bien que lo pasaba con sus amigos dándose patadas y chuteando la de cuero. Un compañero
entregó la prueba y lo quedó mirando como queriendo decir tranquilo Penas,
concéntrate, Miguel lo miró pero no lo vio, seguía pensando y en su cabeza
pasaban imágenes cada vez más rápidas. La profesora dice que les quedan cinco
minutos, Miguel la escucha lejos, como
un eco. Recordó el paseo a la montaña y los caballos que cabalgaron con su Tío
Pacheco, el de la mueblería, y los gritos que daban al viento y las montañas que
devolvían los gritos en ecos. De pronto, se vio nuevamente sentado ahí, el
mismo banco, la misma prueba de Química, el mismo colegio pero ya no con sus
compañeros en la sala, ya no estaba ese calendario que con tanto cariño había
pintado. Tiritaba, su vista apuntaba a la prueba como quien mira por un tubo o
callejón insondable, tenía tomada su lapicera fuertemente con su mano derecha
que presionaba fuertemente contra el banco. No había escapatoria, no estaba en condiciones de pasar por lo
mismo otro año más, no, eso no, su madre se desilusionaría nuevamente de él, ¿qué
hacer? Pensó en su padre, mejor dicho en
el nombre de él, ¿qué pensaría él de todo esto, de tener un hijo perdedor y disminuido
intelectualmente?, qué importa lo que piense ese viejo culiao se dijo, se secó
nuevamente la frente con la manga de su polerón frunciendo el ceño, cerró
fuertemente sus ojos cubriéndose con sus dos brazos, pegando su frente contra
el banco y la prueba.
Enzo
que ya no podía hacer nada, se puso de pie y entregó su prueba, se paró frente a Miguel y lo quedó mirando con
cierta pena, con cierta tristeza.