lunes, 18 de agosto de 2014




El valor de la prueba
(Mención honrosa, concurso literario "Mi vida y mi trabajo, 2013)



¿Tení la dos?
Sí, espera…
Ya poh hueón, me falta  la dos, la seis y la siete.
Si hueón espera…
No me  puedo sacar menos de un seis, pensaba para sí y  se mordía intensamente la puntilla de su dedo anular, los nervios lo invadían completamente, había estudiado bastante para el examen pero tenía antecedentes  de quedar bloqueado ante situaciones similares.
Ya poh hueón, empezaron a entregarla -mascullaba hacia Enzo, el compañero que estaba justo detrás de él, mientras la profesora  atendía unas dudas de otro compañero al otro lado de la sala de clases-.
El ambiente de la sala de clases denotaba cierta tensión, especialmente en algunos. No todos los estudiantes dependían de esta nota para verificar si pasaban de curso o no, o dicho de otro modo  “pasar a  la otra  etapa”, del periodo escolar (el extenso periodo escolar) al universitario o al laboral o al pre universitario o directamente a un periodo de desocupación. La situación de Miguel Penas era particular, necesitaba una nota mínima, que no lo era tanto, para poder avanzar a la otra fase de la vida. Es inimaginable el valor y significado que puede tener una prueba para algún chiquillo, más en los últimos periodos del año escolar, para que hablar de las pruebas de selección universitaria, uf: “intelectualmente tu no sirves para esto u esto otro”, me da la impresión que  es eso  lo que nos indican estas pruebas estandarizadas. Bueno, así no más.
Ya había perdido un año cuando repitió el año antepasado, o dicho de otro modo, ganado uno en el colegio,  no quería seguir ganando más años, además,  necesitaba salir de cuarto para ponerse a trabajar a tiempo completo. La PSU le daba lo mismo,  sabía que la universidad no era lo suyo, una pérdida de tiempo pudiendo trabajar y ganar plata. En su casa las cosas nunca anduvieron  bien  económicamente, el trabajo de su madre como asesora de hogar permitía cubrir someramente las necesidades de la casa. La relación con  ella no era de la mejor, sus personalidades siempre chocaban en discusiones ásperas sobre todo en lo que refiere a los “puntos de vista”, ella siempre tenía la razón, no había forma de contrariarla y cuando esto pasaba ella recurría a decir que le estaba faltado el respeto, así no se podía, pensaba siempre Miguel.  Sus hermanastros estaban creciendo  y eso acrecentaba algunos gastos. Las lucas cuando se mostraban siempre se mostraban escasas. De su padre solo sabía el nombre y solo el primero… nunca mandó dinero. Así que terminando el colegio se  pondría a trabajar con su tío, ya estaba conversado, su tío Pacheco, su gran tío, el admirable,  el referente, la imagen paterna que Miguel necesariamente  diseñó para sí cuando era bastante niño. Se pondría a trabajar como ayudante en su mueblería, un oficio que le gustaba de sobremanera, eso le permitiría la tan añorada independencia, valerse por sí mismo, comprarse sus cosas, un amplificador de mejor calidad para su guitarra eléctrica, ya que su viejo marshall  no satisfacía las necesidades en cuanto a la potencia del sonido, para el  proyecto de banda de rock que estaban emprendiendo junto a sus amigos. Además le pasaría unas lucas mensuales a su madre, ella nunca le pediría plata, lo sabía, pero tendría que aceptarlas no más, para el bien de los niños, claro está.      Siempre pensó en trabajar con sus manos,  el olor a aserrín, el poder crear y moldear a su antojo algún pedazo de madera, el tallar y dar formas, pensaba   mientras esperaba que Enzo Paz le pasara en algún papel las respuestas; así habían quedado de acuerdo en el recreo anterior.
De pronto se ve volar del otro lado de la sala, del lado donde está colgado el calendario -un calendario que presentaba caricaturas de todos los compañeros de curso dibujado por Miguel Penas-, un papel arrugado en forma de pelota que cayó a los pies de la profesora.
¿Quién lanzó ese papel? Que entregue la prueba y salga de la sala ahora mismo, sentenció irritada la profesora.
El silencio se convirtió en risas. Nadie asumió.
 Es el colmo, ni en una prueba pueden mantener la seriedad, dijo un poco más calmada la profesora.
Las risas siempre deberían ser a secas, sin ruido, un puro movimiento de labios y se acabó,  así son más autenticas y no quedan sujetas a cuestionamientos ni subjetivismos, pensó Miguel. Él no  se rió en ningún momento, de ninguna manera, su situación no ameritaba ni risas ni sonrisas, es más, trató de aprovechar la situación para apurar a Enzo con las respuestas. Estaba en eso cuando la profesora observa algo sospechoso en Miguel, lo queda mirando y levantando sus grandes cejas  le dice a viva voz: ¿le pasa algo señor Penas? cámbiese de puesto mejor será, venga a sentarse acá en mi puesto. El rostro de Miguel Penas se desfiguró, se levantó de su puesto lentamente mirando a Enzo,  que a su vez, asustado, guardaba  el papel con las respuestas en su bolsillo.
¿Cómo chucha le paso el papel ahora? Pensó Enzo y con justa razón, ahora Miguel estaba lejos y solo.
¿Pero profe por qué me cambia de puesto?, no hice nada, interpeló Miguel a la veterana.
Por precaución señor Penas, ¿algún inconveniente…?
No, ninguno, respondió con voz cortada Miguel.
Su cara se había puesto completamente roja, la respiración se le aceleró, sintió  mucha rabia, rabia con la profesora, rabia con Enzo, y sobretodo rabia consigo  mismo. Se sentía tonto, había estudiado dos días enteros para el maldito examen  de Química y no le valió de nada, estaba en blanco, los compañeros se levantaban lentamente uno a uno  y dejaban la prueba dada vueltas sobre el banco que estaba justo al su lado, la veterana seguía de pie ,cual cancerbera, la situación se visualizaba mal. Trató de girar para dar con Enzo pero la profesora interpuso su fría mirada. Seguía rojo, se pasó la manga del polerón por su frente mojada de sudor, pensó en su niñez, en la cancha, en el juego “el 25” y lo bien que lo pasaba con sus amigos dándose  patadas y chuteando la de cuero. Un compañero entregó la prueba y lo quedó mirando como queriendo decir tranquilo Penas, concéntrate,  Miguel lo miró pero no  lo vio, seguía pensando y en su cabeza pasaban imágenes cada vez más rápidas. La profesora dice que les quedan cinco minutos,  Miguel la escucha lejos, como un eco. Recordó el paseo a la montaña y los caballos que cabalgaron con su Tío Pacheco, el de la mueblería, y los gritos que daban al viento y las montañas que devolvían los gritos en ecos. De pronto, se vio nuevamente sentado ahí, el mismo banco, la misma prueba de Química, el mismo colegio pero ya no con sus compañeros en la sala, ya no estaba ese calendario que con tanto cariño había pintado. Tiritaba, su vista apuntaba a la prueba como quien mira por un tubo o callejón  insondable, tenía tomada  su lapicera fuertemente con su mano derecha que presionaba fuertemente contra el banco. No había escapatoria,  no estaba en condiciones de pasar por lo mismo otro año más, no, eso no, su madre se desilusionaría nuevamente de él, ¿qué hacer? Pensó en su padre, mejor  dicho en el nombre de él, ¿qué pensaría él de todo esto, de tener un hijo perdedor y disminuido intelectualmente?, qué importa lo que piense ese viejo culiao se dijo, se secó nuevamente la frente con la manga de su polerón frunciendo el ceño, cerró fuertemente sus ojos cubriéndose con sus dos brazos, pegando su frente contra el banco y la prueba.
Enzo que ya no podía hacer nada, se puso de pie y entregó su prueba,  se paró frente a Miguel y lo quedó mirando con cierta pena, con cierta tristeza.



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